Érase en un tiempo impreciso un hombre que tenía
un jardín privado cuyas puertas abría al público a
díario.
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Era un pequeño jardín intramuros que formaba sinuosos
caminos y veredas entre pequeños estanques de nenúfares.
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Allí vivían las rosas y azucenas, las amapolas y gladiolos;
las petunias, jacintos, dalias y caléndulas, derramadas por
doquier; y un buen número de lavandas, alhelíes magnolias
hortencias... todas se asomaban, unas más esquivas que otras
a los bordes de los senderos, como queriendo alimentar las
esperanzas y sueños de los transeúntes.
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Por los muros que rodeaban el lugar se desvivían por huir las
cabelleras de los jazmines, alertando con su fragancia del
pequeño tesoro oculto que el hombre había puesto en mitad de
una ciudad de edificios tumultuosos e imperecederos.
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Cada semana el jardinero adornaba el lugar con nuevas flores
perfumadas y hermosos ramilletes y tiestos embadurnados con
esencias aromáticas y volátiles.
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Para realizar ese trabajo solía madrugar mucho porque, sobre
todo, le gustaba disfrutar de sus flores mezcladas con el rocío
de la mañana; del olor que emanaban tras una tenue lluvia matutina...
O delbrillo de las corolas con las primeras luces del alba.
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Cuando acababa su tarea diaria el jardinero guardaba sus
herramientas, abría las puertas del jardín y se sentaba en
un pequeño taburete al final de un camino, desde donde
podía contemplar a todos los que decidierán, doncellas y
caballeros, pasear por el lugar y admirar la belleza y paz
de sus coloreados recodos y ríncones perdidos.
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A todas las visitas el jardinero les regalaba una sonrisa y
una flor.
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Hermoso. Qué color, durante la lectura he visualizado perfectamente el jardín y apreciado todos los olores de esas flores.
ResponderEliminarUn saludo.